miércoles, 18 de abril de 2012

[juntos para siempre]



Como cada mañana me levanté temprano. Me encanta salir a correr antes de que se haga día. Me encanta correr bordeando la costa. Me encanta tumbarme en la fría hierba mojada por el rocío y esperar a que el sol enseñe sus primeras luces por encima de las montañas y escuchar… escuchar el cantar de los pájaros, el despertar de la naturaleza, ver como el mundo abre los ojos ante mí y me da los buenos días… precioso…

Como cada mañana, después de contemplar el amanecer, vuelvo a correr camino a casa. Corro, y al mismo tiempo que corro pienso… se me pasan tantas cosas por la cabeza… me gustaría ser un pequeño pajarillo y en lugar de correr volar, y olvidarme del mundo, de la vida.

Hago un alto en el camino, estiro las piernas. Decido dar un paseo por una de las calas a las que iba cuando era niño. Me siento en una roca frente al inmenso mar y dejo que mi mente vague por los recuerdos, que viaje hasta mi infancia. Recuerdo los paseos por la ría en el bote con mi padre, nuestros días de pesca, los temporales, las olas. Toda mi juventud pasa por mis ojos… toda mi vida…

Recuerdo una vez, hace ya algunos años, estaba en la piscina con mis compañeros de tertulia después de haber dejado a mis nietos en la escuela. Estabamos sentados en el borde del agua criticando, charlando, arreglando el mundo sin duda. Entró una pareja de desconocidos, me quedé perplejo durante un buen rato mirando a aquella mujer. Mis contertulios se extrañaron al ver que no articulaba palabra, que palidecía. Me hicieron recobrar el sentido con un mal chiste, suficiente para arrancarme una sonrisa. Seguía observando atónito a aquella muchachita. Sorpresa de los que estaban conmigo cuando se dieron cuenta de la razón por la que no estaba allí con ello. Aquella desconocida, aquella mujer que me envolvía, era un calco idéntico a mi esposa que tiempo atrás había desaparecido de mi vida.

Bueno, ya está bien de recordar tragedias, con lo bella que es la vista desde esta roca, con lo bello que se ve el mar con los reflejos dorados del sol a esta hora, con lo bonito que es ver volar las gaviotas sobre la playa… sobre el faro, con sus campos lindantes en flor… para que profundizar en viejas heridas…

Me pongo de nuevo en marcha. Comienzo de nuevo a correr. Es hora de ir a casa, los peques están a punto de levantarse para ir al colegio y quiero pasar por la panadería para llevarles bollos frescos para desayunar. Corro pensando en mis nietos…

Llevo un rato corriendo y empiezo a encontrarme mal. Siento una pequeña opresión en el pecho… será el aire frío de la mañana…

Sigo corriendo. A medida de corro apremia el dolor. El pecho, me duele el pecho… me duele el corazón… “Por favor no me falles ahora… aguanta… aguanta un poco más… ya estamos cerca… aguan…”

“¿Qué me ha pasado? Oigo campanas en el aire. Lo último que recuerdo es mi caída al suelo…”

Levántate y acompáñame…

¿Quién eres…? ¡¡Puedo volar!! ¿cómo es posible…?
Que maravillosa sensación. Me siento ligero, ingrávido… como si un gran peso se quedara atrás. A medida que me elevo me siento más ligero, más cómodo… extraña sensación… pero agradable…

Miro hacia abajo, veo mi cuerpo tendido en el suelo, cada vez más lejos…

¿Qué me ha pasado…?

¡Cariño…!

 ¡¿Mi niña?! ¡¿mi amor?! ¿eres tú? una lágrima resbala por mi mejilla…la emoción de volver a oír su voz…

Te he echado tanto de menos… te he esperado tanto tiempo… y por fin… otra vez juntos…  y esta vez juntos para siempre…


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