Habían pasado ya varios años, Ongombo
seguía teniendo el mismo sueño casi cada noche. Se despertaba sobresaltado,
casi siempre a la misma hora, las 5:30 de la mañana. Hora en la que la barcaza
que lo transportaba a Europa tocaba tierra en las costas gaditanas y, con un
último gran esfuerzo, bajaba de ella mientras sus pies se hundían en la arena
de la playa y caía de bruces al agua, sus rodillas ya no eran capaces de
soportar el peso de su escuálido cuerpo. Era la última de las penurias que
pasaría en su aventura por alcanzar una vida mejor, y en aquel mismo momento,
la muerte podría ser para él esa vida.
Como casi cada noche que la
pesadilla lo atenazaba, Ongombo, no podía respirar bajo el agua y eso lo
angustiaba. Cada noche la agonía era la misma y se asfixiaba con sus propios
sollozos. Y cada noche, cuando casi ya no podía más, la misma mano tiraba de su
raída camiseta despertándolo de aquel sueño.
—¡Muchacho,
tranquilo, ya estás a salvo! —aquellas palabras seguían resonando todavía
en su cabeza. Fueron las últimas palabras que Ongombo escuchó antes de
desmayarse en los brazos de aquel guardia civil que lo sacó del mar.
La pesadilla de su vida aún no
habría terminado, pero lo peor había pasado. La huida a toda prisa de su aldea
en plena noche, disparos, gritos, chozas en llamas… Aún recordaba como su padre
era degollado por un soldado mientras otros violaban a su madre y a sus hermanas.
Ongombo no podía dejar de mirar atrás, sufría por su familia. Su hermano mayor,
Kumb, tiraba fuertemente de él con una mano mientras que con la otra le hacía
señas para que no gritara y continuará corriendo. Ya nada podían hacer por
ellos, solo seguir adelante y ponerse a salvo. Aquel recuerdo quedaría grabado en
su retina el resto de su vida. Los ojos de su padre saliéndose de las orbitas
mientras el machete, completamente oxidado de aquel hombre, le rajaba el
gaznate… jamás olvidaría como, de rodillas, estiraba los brazos intentando
ayudar a su madre y hermanas antes de caer sin vida en aquel árido suelo tiñendo
la arena de rojo. Por muchos años que pasaran, jamás podría olvidar el terror
que había padecido aquella noche.
No recordaría nada más de su viaje
hasta alcanzar la costa española. El shock había sido tal, que se había dejado
arrastrar como un zombi por su hermano, hasta que una noche cualquiera, oscura
y sin luna, se ahogaba en apenas un palmo de agua. La hambruna y el calor
sofocante; las llagas en sus pies descalzos cruzando el desierto; las palizas,
las vejaciones y las humillaciones sufridas por el camino, todo eso había sido borrado
de su memoria, nada recordaba.
Cada vez que aquel sueño lo
visitaba, siempre a la misma hora, Ongombo volvía a ser el mismo niño de 12
años que huyó en silencio de su hogar. Se despertaba empapado en sudor y con la
piel de gallina, con mares de lágrimas brotándoles de los ojos. Le resultaba
imposible volver a conciliar el sueño. Era entonces cuando cogía sus libros de
medicina y estudiaba. Se había prometido así mismo en infinitas ocasiones
volver algún día a África, hacer de su antiguo hogar un mundo mejor, quería que
otros niños pudieran tener una oportunidad sin pasar aquel infierno.
De pequeño, en su poblado, había ido
a la escuela con el padre Manuel y la hermana Margarita, un viejo jesuita y una
monja de los que apenas se separaba. Era un chico muy curioso y le encantaban
los libros. Con los misioneros había aprendido a leer y a escribir. Casi hablaba
un perfecto castellano, lo cual le facilitó mucho las cosas a su llegada a
España.
«—¿Qué habría sido de ellos?» —Se preguntaba a veces—,
«¿habrían muerto aquella noche con el resto de su familia y amigos?».
Jamás lo averiguaría.
Actualmente vivía con una familia de
acogida que le había abierto las puertas de su casa y de su corazón. Tras largos trámites burocráticos, Ongombo, ahora tenía una nueva familia, unos padres y dos hermanos
blancos que contrastaban con la negrura que había anidado en su interior. En
España había tenido de todo, ropa, zapatos, juguetes, libros, amigos... No le
faltaba de nada, sus padres adoptivos se habían volcado en él y en darle una
vida digna. Había estudiado, jugado al fútbol, había viajado por toda Europa.
Pero aun así, su corazón seguía en África; con su verdadero padre, con su
madre, con sus hermanos… Y allí quería regresar desde el día que burló a la
muerte. Todo su mundo había desaparecido. Amaba el lugar del que nunca le
hubiera gustado marchar.
Ya no era el niño que abandonó su
aldea en mitad de la noche huyendo del horror. Se había convertido en un
hombre de 27 años, alto, fuerte y esbelto. Era una persona noble. Levantaba
pasiones entre sus compañeras de facultad. La tímida y blanca sonrisa que
contrastaba con el color de su piel, la melena rizada cayéndole sobre los
hombros… la suma de estos factores, junto con su gran inteligencia, lo hacían
muy atractivo.
Después de tanto sacrificio, a lo
largo de su corta vida, ahora se vería recompensado. Había acabado su carrera
de medicina y, en apenas unos días, cumpliría su verdadero sueño. Regresaría de
nuevo a su antiguo hogar donde en otro tiempo había sido feliz. Regresaba a su
añorada África. Regresaba con los bolsillos repletos de ilusión, quería construir
ese mundo mejor. Sabía que no iba a ser fácil, más bien todo lo contrario, iba
a ser duro, muy duro. Pero regresaba con la esperanza de poner fin a las
pesadillas de los que para él eran sus hermanos de sangre. A tantas como le fuera
posible.
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