miércoles, 26 de septiembre de 2018

Entrevista en: Once Once, La hora maestra

Con Fernando Corta y Jesús Fersán
En el restaurante La Palomita
en San Lorenzo del Escorial.
Onda Leganés

sábado, 15 de septiembre de 2018

[el sueño de ongombo]


Habían pasado ya varios años, Ongombo seguía teniendo el mismo sueño casi cada noche. Se despertaba sobresaltado, casi siempre a la misma hora, las 5:30 de la mañana. Hora en la que la barcaza que lo transportaba a Europa tocaba tierra en las costas gaditanas y, con un último gran esfuerzo, bajaba de ella mientras sus pies se hundían en la arena de la playa y caía de bruces al agua, sus rodillas ya no eran capaces de soportar el peso de su escuálido cuerpo. Era la última de las penurias que pasaría en su aventura por alcanzar una vida mejor, y en aquel mismo momento, la muerte podría ser para él esa vida.

Como casi cada noche que la pesadilla lo atenazaba, Ongombo, no podía respirar bajo el agua y eso lo angustiaba. Cada noche la agonía era la misma y se asfixiaba con sus propios sollozos. Y cada noche, cuando casi ya no podía más, la misma mano tiraba de su raída camiseta despertándolo de aquel sueño.

¡Muchacho, tranquilo, ya estás a salvo! aquellas palabras seguían resonando todavía en su cabeza. Fueron las últimas palabras que Ongombo escuchó antes de desmayarse en los brazos de aquel guardia civil que lo sacó del mar.

La pesadilla de su vida aún no habría terminado, pero lo peor había pasado. La huida a toda prisa de su aldea en plena noche, disparos, gritos, chozas en llamas… Aún recordaba como su padre era degollado por un soldado mientras otros violaban a su madre y a sus hermanas. Ongombo no podía dejar de mirar atrás, sufría por su familia. Su hermano mayor, Kumb, tiraba fuertemente de él con una mano mientras que con la otra le hacía señas para que no gritara y continuará corriendo. Ya nada podían hacer por ellos, solo seguir adelante y ponerse a salvo. Aquel recuerdo quedaría grabado en su retina el resto de su vida. Los ojos de su padre saliéndose de las orbitas mientras el machete, completamente oxidado de aquel hombre, le rajaba el gaznate… jamás olvidaría como, de rodillas, estiraba los brazos intentando ayudar a su madre y hermanas antes de caer sin vida en aquel árido suelo tiñendo la arena de rojo. Por muchos años que pasaran, jamás podría olvidar el terror que había padecido aquella noche.

No recordaría nada más de su viaje hasta alcanzar la costa española. El shock había sido tal, que se había dejado arrastrar como un zombi por su hermano, hasta que una noche cualquiera, oscura y sin luna, se ahogaba en apenas un palmo de agua. La hambruna y el calor sofocante; las llagas en sus pies descalzos cruzando el desierto; las palizas, las vejaciones y las humillaciones sufridas por el camino, todo eso había sido borrado de su memoria, nada recordaba.

Cada vez que aquel sueño lo visitaba, siempre a la misma hora, Ongombo volvía a ser el mismo niño de 12 años que huyó en silencio de su hogar. Se despertaba empapado en sudor y con la piel de gallina, con mares de lágrimas brotándoles de los ojos. Le resultaba imposible volver a conciliar el sueño. Era entonces cuando cogía sus libros de medicina y estudiaba. Se había prometido así mismo en infinitas ocasiones volver algún día a África, hacer de su antiguo hogar un mundo mejor, quería que otros niños pudieran tener una oportunidad sin pasar aquel infierno.

De pequeño, en su poblado, había ido a la escuela con el padre Manuel y la hermana Margarita, un viejo jesuita y una monja de los que apenas se separaba. Era un chico muy curioso y le encantaban los libros. Con los misioneros había aprendido a leer y a escribir. Casi hablaba un perfecto castellano, lo cual le facilitó mucho las cosas a su llegada a España.

«¿Qué habría sido de ellos?» Se preguntaba a veces, «¿habrían muerto aquella noche con el resto de su familia y amigos?».

Jamás lo averiguaría.

Actualmente vivía con una familia de acogida que le había abierto las puertas de su casa y de su corazón. Tras largos trámites burocráticos, Ongombo, ahora tenía una nueva familia, unos padres y dos hermanos blancos que contrastaban con la negrura que había anidado en su interior. En España había tenido de todo, ropa, zapatos, juguetes, libros, amigos... No le faltaba de nada, sus padres adoptivos se habían volcado en él y en darle una vida digna. Había estudiado, jugado al fútbol, había viajado por toda Europa. Pero aun así, su corazón seguía en África; con su verdadero padre, con su madre, con sus hermanos… Y allí quería regresar desde el día que burló a la muerte. Todo su mundo había desaparecido. Amaba el lugar del que nunca le hubiera gustado marchar.

Ya no era el niño que abandonó su aldea en mitad de la noche huyendo del horror. Se había convertido en un hombre de 27 años, alto, fuerte y esbelto. Era una persona noble. Levantaba pasiones entre sus compañeras de facultad. La tímida y blanca sonrisa que contrastaba con el color de su piel, la melena rizada cayéndole sobre los hombros… la suma de estos factores, junto con su gran inteligencia, lo hacían muy atractivo.

Después de tanto sacrificio, a lo largo de su corta vida, ahora se vería recompensado. Había acabado su carrera de medicina y, en apenas unos días, cumpliría su verdadero sueño. Regresaría de nuevo a su antiguo hogar donde en otro tiempo había sido feliz. Regresaba a su añorada África. Regresaba con los bolsillos repletos de ilusión, quería construir ese mundo mejor. Sabía que no iba a ser fácil, más bien todo lo contrario, iba a ser duro, muy duro. Pero regresaba con la esperanza de poner fin a las pesadillas de los que para él eran sus hermanos de sangre. A tantas como le fuera posible.