Era nochebuena. Aquel año a pesar de haber caído en
domingo, Alain, tuvo que madrugar como un día cualquiera, era vital dejar el
trabajo avanzado para poder ir a casa como todos los años por Navidad.
Era el mediano de dos hermanos. Lorenzo, el mayor, casi
10 años mayor que él, y Uxía, la pequeña, media hermana fruto del segundo
matrimonio de su madre, 15 años más joven. Su padre había muerto cuando él
apenas tenía 13 años, y, dos años más tarde, su madre había rehecho su vida con
otro hombre con el que Alain apenas se llevaba, pero Uxía… Uxía, al contrario
que su hermano Lorenzo, era la niña de sus ojos.
Lorenzo era egoísta, orgulloso y pendenciero. Se
había casado con una mujer que perfectamente podría ser la horma de su zapato,
los dos eran tan iguales que, después de tanto tiempo de matrimonio, apenas se
soportaban. Si seguían juntos era por los tres hijos que habían tenido. Y,
desde hacía unos años, él buscaba consuelo en la bebida.
Uxía era diferente, a pesar de no haber dado el
visto bueno a que su madre hubiera rehecho su vida con un hombre que no le caía
bien, Alain babeó por su hermana desde el primer momento que la tuvo en brazos
siendo un bebé. Cuando el padre de Alain murió, le hizo prometer al pequeño de
los dos hermanos que cuidaría de su madre. Y así hizo desde el día en que su
padre dejó de respirar, cuidó de su madre y, posteriormente, de su hermana como
si hubiera sido también hija de su mismo padre.
Aquel había sido un año muy largo y demasiado duro.
Su hermano hacía casi tres años que se había quedado en paro y, a sus casi 45
años, con su carácter y los problemas con el alcohol, no le resultaba fácil
encontrar trabajo. Sobrevivían con lo que ganaba Mar, su mujer, y con lo poco
que su madre podía ayudarles. Para colmo, a principios de año, su padrastro
también se había quedado sin trabajo. Con lo que ganaba su madre apenas les daba
para sostener la casa y ayudar a Lorenzo. Le preocupaba Uxía, todavía le
quedaban un par de años para terminar la carrera. Él le había prometido a su padre
cuidar de su madre, y eso implicaba cuidar también de su hermana, aunque
ambos, sin necesidad de que su padre se lo hubiera pedido, se desvivían por la
benjamina de la casa. Alain se prometió a sí mismo que la ayudaría económicamente
para que pudiese acabar sus estudios de periodismo, así que buscó otro empleo a
tiempo parcial para poder enviar dinero a su hermana. Se veía de nuevo en la
obligación moral de hacer de cabeza de familia como ya había hecho en alguna
otra ocasión. Elena, la novia de Alain durante los últimos cinco años, al poco
tiempo lo dejó alegando que ella quería vivir, quería vivir su vida sin lastres
y que, con la vida que él llevaba, no tenía tiempo para dedicarle. Así que no,
no había sido un año muy bueno el que estaba a punto de terminar.
A mediodía, cuando salió de la oficina, subió a su
coche y dejó atrás la ciudad para reunirse con los suyos, si le entraba hambre pararía
por el camino a comer un bocadillo.
Le encantaba la Navidad. Era una de las épocas del
año que más le gustaba y que, al mismo tiempo, más le desagradaba. Le gustaba
el ambiente navideño, las calles repletas de luces, su ajetreo de gente yendo y
viniendo, incluso le gustaban las campañas publicitarias que le recordaban su
infancia. Lo que no le gustaba tanto eran las reuniones familiares como la que
le esperaba esa noche. Aborrecía los reproches, las discusiones y las
controversias familiares que todos los años salían durante la cena de
nochebuena. Y ese año tocaba cenar en su casa, en la casa de sus padres… vendrían
sus tíos y sus primos, su hermano Lorenzo con su mujer e hijos y su padrastro.
Para él hubiera sido suficiente pasar la Navidad con su madre y su hermana, su
verdadera familia…
Tras cuatro horas de viaje en coche llegó a casa
cansado. Guardó el vehículo en el garaje y subió a casa silencioso, intentando
averiguar quién habría llegado ya. Posiblemente él sería el último, pero no se
oía nada en el interior. Abrió la puerta sin hacer ruido y asomó muy despacio
la cabeza para ver quien estaba en casa. Apenas se oían unos murmullos en el
comedor, serían sus tías. Vio luz en la cocina, imaginó que su madre estaría
terminando de preparar la cena. Dejó su mochila en el suelo a lado de la puerta
y se dirigió lentamente al encuentro de su madre. La vio trajinar en el horno y
se acercó a ella sigilosamente, la abrazó por la espalda.
—Mamá…
¡Feliz Navidad! —le dijo mientras le daba un beso en la mejilla.
La
madre, que sintió el calor de su abrazo, le cogió las manos que rodeaban su
cintura y con una sonrisa de oreja a oreja le contestó:
—¡Cariño!
¡Has llegado! —Se giró y lo estrechó tiernamente entre sus brazos—. ¡Feliz
Navidad, hijo mío! ¡Qué bien que ya estés aquí!
—Tenía
ganas de veros, mamá, a ti y a Uxía… —Continuó abrazándola y dándole besos—. ¿En
dónde están los demás?
—Se
han ido a tomar algo por ahí mientras acabo de preparar la cena, llámalos a ver
por donde andan y vete a tomar algo con ellos…
—¡Ni
loco! —la interrumpió—, prefiero quedarme aquí y echarte una mano en la cocina,
además estoy cansado del viaje y no tengo ganas de jaleo, ya sabes que si por
mi fuera…
Ella
no le dejó terminar la frase. Le dio otro fuerte abrazo antes de ponerse mano a
mano con la cena.
Al
cabo de un rato se oyó un gran estruendo en la escalera, se aproximaba la
marabunta. En pocos segundos oyeron el trajín de unas llaves intentando abrir
la puerta. El primero en entrar fue Lorenzo, por el color rojo de sus mejillas
supusieron que se había tomado más de un par de copas de vino. Una melena
rizada intentaba abrirse paso tras la enorme espalda de este.
—¡Alain!
—exclamó Uxía al ver a su hermano por el resquicio de la puerta y, a empujones, corrió a su lado—. ¡Por fin has llegado!
—Tesoro… —le contestó con una sonrisa en la
boca abriendo los brazos para recibirla con todo el calor de su corazón—, ¿qué
tal estás? ¿me ayudas a acabar de poner la mesa?
Ahora
se sentía casi completo, después de un año tan duro estaba de nuevo con su
madre y su hermana, las dos personas a las que más quería, hacía meses que no
coincidían los tres juntos. En ese momento le vino a la memoria el recuerdo de
su padre, pero no dejó que eso le entristeciera el semblante. Terminaron de
poner la mesa y pronto estaban cenando, otro año más. Y otro año más las mismas
conversaciones de siempre, política, futbol, estudios de los más pequeños que
habían traído unos cuantos suspensos y aprovechaban la ocasión para, entre
todos, ponerles las pilas… etc… etc… etc…
Después
de los turrones alguien tuvo la brillante idea de jugar al bingo. Momento
perfecto en el que Alain aprovechó para disculparse por el cansancio y
retirarse a dormir, no sin antes escuchar algún improperio de sus primos y de su
hermano Lorenzo que le llamó aguafiestas en un idioma casi ininteligible por
los efectos de la melopea que llevaba.
Subió
a su cuarto. Al pasar por delante de la librería de su padre, que aún
conservaban tal y como él la había dejado, se detuvo a contemplarla.
Inspeccionó detenidamente los títulos hasta que encontró el que buscaba:
«Cuento de Navidad» de Charles Dicknes. Acarició su lomo y a su mente volvió el
recuerdo de su progenitor. Se vio a él mismo sentado en las piernas de su padre
mientras le leía aquel libro siendo un niño. Solían hacerlo todos los años por
nochebuena mientras su madre preparaba la cena. Hacía mucho tiempo de aquello.
La nostalgia pudo con él, lo cogió y subió al cuarto donde su padre
acostumbraba a leer. Encendió la lamparita, se sentó en el viejo sillón y
comenzó a leer hasta que el sueño se apoderó de él y cayó rendido.
Al rato de estar dormido sintió frío en las piernas
y despertó. No se oía ningún ruido en el piso de abajo. O bien se habían ido todos a la
cama o bien se habían ido de fiesta dejando alguna ventana abierta para
ventilar el salón.
El libro de
Dicknes se había caído a sus pies. Se levantó con la intención de buscar el
origen del frío y cerrar la ventana. Bajó y todo estaba cerrado. Fue a
la cocina y encontró la puerta de la calle abierta. Su instinto, en
lugar de cerrarla, le dijo que bajara. Bajó, y en la puerta de su casa, para su
sorpresa, había un trineo con perros. Miró a un lado y al otro y no vio a
nadie. La calle estaba absolutamente vacía y en silencio.
—¿Qué
hacéis vosotros aquí solos? —les dijo cariñosamente mientras se agachaba a
acariciarlos—, ¿de dónde habéis salido?
«—Qué
raro —pensó—, ¿un trineo de perros aquí? Es absurdo, si ni siquiera hay nieve…»
Se frotó los ojos para asegurarse de que no estaba
soñando, al abrirlos, una diminuta y brillante luz tintineaba delante de él,
tan pronto estaba estática como se movía rápidamente de un lado a otro.
—Alain,
súbete al trineo —dijo una vocecilla que provenía de aquella oscilante luz.
Él, incrédulo de lo que estaba viendo, volvió a hacer caso a su instinto, subió al trineo y los perros comenzaron a ladrar y aullar de excitación. De repente, todo se volvió oscuro, los perros se callaron y el trineo comenzó a moverse en la noche cerrada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que, donde antes había hierba y asfalto, ahora había nieve. La brisa fría le azotaba en la cara y en las manos, pero no sentía frío. Los perros corrían y corrían guiados por aquella diminuta luz que volaba velozmente delante de ellos sin detenerse. Veía sombras de árboles pasar a toda velocidad a su lado, luces a lo lejos que podrían ser pequeñas poblaciones dispersas por a saber dónde.
El viaje fue intenso, pero no largo. Al aproximarse
a una de aquellas poblaciones los perros ralentizaron el paso hasta casi
detenerse por completo cerca de unas cabañas. Se bajó del trineo y siguió a pie
a la extraña luz que le había guiado hasta allí. Al dar la vuelta a una de
aquellas casas de madera se topó con un gran trineo enganchado a unos enormes
renos.
—Estoy
soñando —se dijo así mismo—, esto no puede ser posible…
—Sí
que puede ser posible —dijo una voz profunda a sus espaldas—, todo puede ser
posible en Navidad, amigo Alain…
Se giró lentamente imaginando con lo que se
iba a encontrar. Aun así, al ver la imponente figura, trastabilló hasta caer de
culo en la nieve.
Aquel hombre fornido y gordinflón, con larga barba
blanca y vestido de rojo se acercó tendiéndole una mano para ayudarle a
levantarse.
—Te
he hecho venir hasta aquí para que seas mi ayudante en esta noche tan especial, en
esta noche mágica…
—Pero,
¿tú eres…?
—Sí,
soy yo —dijo el emblemático personaje estallando en una sonora carcajada—.
Vamos, ¡arriba! Es hora de empezar a trabajar. ¡Oh oh oh!
Los
dos subieron al espléndido carruaje. Con el restallido de un invisible látigo
los renos tiraron del trineo y, apenas unos metros después, con un
chasquido de los dedos de Santa Claus, comenzaron a elevarse poco a poco.
Cuando
Alain quiso darse cuenta de lo que estaba ocurriendo estaban sobrevolando
bosques y montañas. Se veían poblaciones cada vez más grandes e iluminadas. Echó la
vista hacia atrás y vio como decenas, quizás centenares de trineos se
desdoblaban detrás de él tomando diferentes direcciones a los demás, y así
mismo, cada uno de ellos seguía desdoblándose exponencialmente, parecían
células reproduciéndose una tras otra, una y otra vez. Un espectáculo
impresionante…
—¿De
qué forma si no iba a llegar a todos los hogares del mundo en una sola noche?
—dijo de nuevo aquel extraño personaje entre carcajadas mientras azuzaba
grácilmente a los renos.
Continuaron surcando el cielo en aquel extraño carruaje
volador dejando atrás el rastro de miles de Papá Noel, parecían estelas de estrellas fugaces. A la mente de
Alain venían de vez en cuando imágenes de niños con sus caras llenas de emoción
e ilusión, abriendo regalos y riendo, saltando y bailando, todo era alegría en
aquellos pequeñines. Alain y Santa Claus se miraban, tras guiñarle un ojo le
dijo:
—Es
la magia de la Navidad, amigo mío. —Mientras se reía a grandes carcajadas— ¡Oh
Oh Oh! Solo por ver la cara de esos angelitos llena de ilusión merece la pena
que exista la Navidad, ¿verdad?
—Mientras
eres niño la Navidad es fantástica —contestó un cabizbajo Alain que, hasta ese
momento, parecía disfrutar del viaje.
—Alain,
la Navidad está aquí y aquí —le dijo el viejo barbudo señalando con el dedo
índice en el corazón y en la cabeza—, la Navidad es triste para quien no sabe
vivirla o disfrutarla, sufre quien no sabe canalizar el dolor de la perdida de
la ingenuidad. La Navidad debes sentirla dentro de ti, debes vivirla como es
para ti, y veo la falta de ilusión en tu interior, te marchitas poco a poco…
—Son
tiempos difíciles para mí —respondió Alain mientras giraba la cabeza y miraba
hacia abajo.
—Lo
sé querido amigo, y también sé que estás cumpliendo tu promesa como mejor
puedes hacerlo. Y yo, te estaré eternamente agradecido, aún hoy, es el día que
sigo amando con locura a tu madre…
Alain giró rápidamente su cabeza para mirar a aquel
extraño personaje, y por un momento, tras aquellas blancas y enormes barbas,
pudo contemplar una sonrisa que se le hacía muy familiar y que hacía muchos
años que no veía…
—Y
a ti también te querré siempre, hijo mío —le dijo el viejo hombre mientras le pasaba
el brazo por encima de su hombro y lo estrechaba contra su cuerpo.
Alain
sintió de nuevo frío en las piernas. Abrió los ojos y vio que estaba sentado en
el sillón que había sido el rincón de lectura de su padre. No se oía ningún
ruido en el piso de abajo. Se había quedado dormido mientras leía a Charles Dickens,
aquel libro que tantas veces su padre le había leído durante su infancia. Se
incorporó, ¿en dónde estaba el libro? Recordaba haberlo visto a sus pies, pero
allí no estaba. De lo que si estaba seguro es que lo había cogido de la
estantería, lo había subido y había comenzado a leerlo. Sintió de nuevo el aire
gélido y un escalofrío recorrió su cuerpo. Seguía todo en silencio. Debían de haberse
acostado todos. Bajó para ver por donde entraba el frío. El primer sitio que
miró fue la puerta de la calle, estaba cerrada. Fue al salón en donde habían
cenado, estaba todo revuelto después de la sobremesa y no había nadie. Vio que había una ventana
abierta aunque sus ojos se clavaron en el árbol de Navidad. Allí, a los
pies del árbol con las luces aún encendidas, estaba el viejo libro de su padre,
«Cuento de Navidad». Se agachó lentamente a recogerlo sorprendido de que
estuviese allí, no se lo explicaba. Al incorporarse del libro cayó una nota, se
agachó de nuevo a recogerla y leyó:
«Alain,
la magia de la Navidad está en tu interior…»
Fue despacio hacia la ventana con intención de cerrarla, miró al exterior y, a lo lejos en
el cielo, vio un pequeño destello que le sonsacó una pequeña sonrisa mientras
una lágrima resbalaba por su mejilla…
¡Enorme caballero!, sensible, hermoso y bello. ¡¡¡Feliz Navidad!!!
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