domingo, 24 de diciembre de 2017

[un cuento de navidad]

Era nochebuena. Aquel año a pesar de haber caído en domingo, Alain, tuvo que madrugar como un día cualquiera, era vital dejar el trabajo avanzado para poder ir a casa como todos los años por Navidad.

Era el mediano de dos hermanos. Lorenzo, el mayor, casi 10 años mayor que él, y Uxía, la pequeña, media hermana fruto del segundo matrimonio de su madre, 15 años más joven. Su padre había muerto cuando él apenas tenía 13 años, y, dos años más tarde, su madre había rehecho su vida con otro hombre con el que Alain apenas se llevaba, pero Uxía… Uxía, al contrario que su hermano Lorenzo, era la niña de sus ojos.

Lorenzo era egoísta, orgulloso y pendenciero. Se había casado con una mujer que perfectamente podría ser la horma de su zapato, los dos eran tan iguales que, después de tanto tiempo de matrimonio, apenas se soportaban. Si seguían juntos era por los tres hijos que habían tenido. Y, desde hacía unos años, él buscaba consuelo en la bebida.

Uxía era diferente, a pesar de no haber dado el visto bueno a que su madre hubiera rehecho su vida con un hombre que no le caía bien, Alain babeó por su hermana desde el primer momento que la tuvo en brazos siendo un bebé. Cuando el padre de Alain murió, le hizo prometer al pequeño de los dos hermanos que cuidaría de su madre. Y así hizo desde el día en que su padre dejó de respirar, cuidó de su madre y, posteriormente, de su hermana como si hubiera sido también hija de su mismo padre.

Aquel había sido un año muy largo y demasiado duro. Su hermano hacía casi tres años que se había quedado en paro y, a sus casi 45 años, con su carácter y los problemas con el alcohol, no le resultaba fácil encontrar trabajo. Sobrevivían con lo que ganaba Mar, su mujer, y con lo poco que su madre podía ayudarles. Para colmo, a principios de año, su padrastro también se había quedado sin trabajo. Con lo que ganaba su madre apenas les daba para sostener la casa y ayudar a Lorenzo. Le preocupaba Uxía, todavía le quedaban un par de años para terminar la carrera. Él le había prometido a su padre cuidar de su madre, y eso implicaba cuidar también de su hermana, aunque ambos, sin necesidad de que su padre se lo hubiera pedido, se desvivían por la benjamina de la casa. Alain se prometió a sí mismo que la ayudaría económicamente para que pudiese acabar sus estudios de periodismo, así que buscó otro empleo a tiempo parcial para poder enviar dinero a su hermana. Se veía de nuevo en la obligación moral de hacer de cabeza de familia como ya había hecho en alguna otra ocasión. Elena, la novia de Alain durante los últimos cinco años, al poco tiempo lo dejó alegando que ella quería vivir, quería vivir su vida sin lastres y que, con la vida que él llevaba, no tenía tiempo para dedicarle. Así que no, no había sido un año muy bueno el que estaba a punto de terminar.

A mediodía, cuando salió de la oficina, subió a su coche y dejó atrás la ciudad para reunirse con los suyos, si le entraba hambre pararía por el camino a comer un bocadillo.

Le encantaba la Navidad. Era una de las épocas del año que más le gustaba y que, al mismo tiempo, más le desagradaba. Le gustaba el ambiente navideño, las calles repletas de luces, su ajetreo de gente yendo y viniendo, incluso le gustaban las campañas publicitarias que le recordaban su infancia. Lo que no le gustaba tanto eran las reuniones familiares como la que le esperaba esa noche. Aborrecía los reproches, las discusiones y las controversias familiares que todos los años salían durante la cena de nochebuena. Y ese año tocaba cenar en su casa, en la casa de sus padres… vendrían sus tíos y sus primos, su hermano Lorenzo con su mujer e hijos y su padrastro. Para él hubiera sido suficiente pasar la Navidad con su madre y su hermana, su verdadera familia…

Tras cuatro horas de viaje en coche llegó a casa cansado. Guardó el vehículo en el garaje y subió a casa silencioso, intentando averiguar quién habría llegado ya. Posiblemente él sería el último, pero no se oía nada en el interior. Abrió la puerta sin hacer ruido y asomó muy despacio la cabeza para ver quien estaba en casa. Apenas se oían unos murmullos en el comedor, serían sus tías. Vio luz en la cocina, imaginó que su madre estaría terminando de preparar la cena. Dejó su mochila en el suelo a lado de la puerta y se dirigió lentamente al encuentro de su madre. La vio trajinar en el horno y se acercó a ella sigilosamente, la abrazó por la espalda.

—Mamá… ¡Feliz Navidad! —le dijo mientras le daba un beso en la mejilla.

La madre, que sintió el calor de su abrazo, le cogió las manos que rodeaban su cintura y con una sonrisa de oreja a oreja le contestó:

—¡Cariño! ¡Has llegado! —Se giró y lo estrechó tiernamente entre sus brazos—. ¡Feliz Navidad, hijo mío! ¡Qué bien que ya estés aquí!

—Tenía ganas de veros, mamá, a ti y a Uxía… —Continuó abrazándola y dándole besos—. ¿En dónde están los demás?

—Se han ido a tomar algo por ahí mientras acabo de preparar la cena, llámalos a ver por donde andan y vete a tomar algo con ellos…

—¡Ni loco! —la interrumpió—, prefiero quedarme aquí y echarte una mano en la cocina, además estoy cansado del viaje y no tengo ganas de jaleo, ya sabes que si por mi fuera…

Ella no le dejó terminar la frase. Le dio otro fuerte abrazo antes de ponerse mano a mano con la cena.

Al cabo de un rato se oyó un gran estruendo en la escalera, se aproximaba la marabunta. En pocos segundos oyeron el trajín de unas llaves intentando abrir la puerta. El primero en entrar fue Lorenzo, por el color rojo de sus mejillas supusieron que se había tomado más de un par de copas de vino. Una melena rizada intentaba abrirse paso tras la enorme espalda de este.

—¡Alain! —exclamó Uxía al ver a su hermano por el resquicio de la puerta y, a empujones, corrió a su lado—. ¡Por fin has llegado!

—Tesoro… —le contestó con una sonrisa en la boca abriendo los brazos para recibirla con todo el calor de su corazón­—, ¿qué tal estás? ¿me ayudas a acabar de poner la mesa?

Ahora se sentía casi completo, después de un año tan duro estaba de nuevo con su madre y su hermana, las dos personas a las que más quería, hacía meses que no coincidían los tres juntos. En ese momento le vino a la memoria el recuerdo de su padre, pero no dejó que eso le entristeciera el semblante. Terminaron de poner la mesa y pronto estaban cenando, otro año más. Y otro año más las mismas conversaciones de siempre, política, futbol, estudios de los más pequeños que habían traído unos cuantos suspensos y aprovechaban la ocasión para, entre todos, ponerles las pilas… etc… etc… etc…

Después de los turrones alguien tuvo la brillante idea de jugar al bingo. Momento perfecto en el que Alain aprovechó para disculparse por el cansancio y retirarse a dormir, no sin antes escuchar algún improperio de sus primos y de su hermano Lorenzo que le llamó aguafiestas en un idioma casi ininteligible por los efectos de la melopea que llevaba.

Subió a su cuarto. Al pasar por delante de la librería de su padre, que aún conservaban tal y como él la había dejado, se detuvo a contemplarla. Inspeccionó detenidamente los títulos hasta que encontró el que buscaba: «Cuento de Navidad» de Charles Dicknes. Acarició su lomo y a su mente volvió el recuerdo de su progenitor. Se vio a él mismo sentado en las piernas de su padre mientras le leía aquel libro siendo un niño. Solían hacerlo todos los años por nochebuena mientras su madre preparaba la cena. Hacía mucho tiempo de aquello. La nostalgia pudo con él, lo cogió y subió al cuarto donde su padre acostumbraba a leer. Encendió la lamparita, se sentó en el viejo sillón y comenzó a leer hasta que el sueño se apoderó de él y cayó rendido.

Al rato de estar dormido sintió frío en las piernas y despertó. No se oía ningún ruido en el piso de abajo. O bien se habían ido todos a la cama o bien se habían ido de fiesta dejando alguna ventana abierta para ventilar el salón.

El libro de Dicknes se había caído a sus pies. Se levantó con la intención de buscar el origen del frío y cerrar la ventana. Bajó y todo estaba cerrado. Fue a la cocina y encontró la puerta de la calle abierta. Su instinto, en lugar de cerrarla, le dijo que bajara. Bajó, y en la puerta de su casa, para su sorpresa, había un trineo con perros. Miró a un lado y al otro y no vio a nadie. La calle estaba absolutamente vacía y en silencio.

—¿Qué hacéis vosotros aquí solos? —les dijo cariñosamente mientras se agachaba a acariciarlos—, ¿de dónde habéis salido?

«—Qué raro —pensó—, ¿un trineo de perros aquí? Es absurdo, si ni siquiera hay nieve…»

Se frotó los ojos para asegurarse de que no estaba soñando, al abrirlos, una diminuta y brillante luz tintineaba delante de él, tan pronto estaba estática como se movía rápidamente de un lado a otro.

—Alain, súbete al trineo —dijo una vocecilla que provenía de aquella oscilante luz.

Él, incrédulo de lo que estaba viendo, volvió a hacer caso a su instinto, subió al trineo y los perros comenzaron a ladrar y aullar de excitación. De repente, todo se volvió oscuro, los perros se callaron y el trineo comenzó a moverse en la noche cerrada. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que, donde antes había hierba y asfalto, ahora había nieve. La brisa fría le azotaba en la cara y en las manos, pero no sentía frío. Los perros corrían y corrían guiados por aquella diminuta luz que volaba velozmente delante de ellos sin detenerse. Veía sombras de árboles pasar a toda velocidad a su lado, luces a lo lejos que podrían ser pequeñas poblaciones dispersas por a saber dónde.

El viaje fue intenso, pero no largo. Al aproximarse a una de aquellas poblaciones los perros ralentizaron el paso hasta casi detenerse por completo cerca de unas cabañas. Se bajó del trineo y siguió a pie a la extraña luz que le había guiado hasta allí. Al dar la vuelta a una de aquellas casas de madera se topó con un gran trineo enganchado a unos enormes renos.

—Estoy soñando —se dijo así mismo—, esto no puede ser posible…

—Sí que puede ser posible —dijo una voz profunda a sus espaldas—, todo puede ser posible en Navidad, amigo Alain…

Se giró lentamente imaginando con lo que se iba a encontrar. Aun así, al ver la imponente figura, trastabilló hasta caer de culo en la nieve.

Aquel hombre fornido y gordinflón, con larga barba blanca y vestido de rojo se acercó tendiéndole una mano para ayudarle a levantarse.

—Te he hecho venir hasta aquí para que seas mi ayudante en esta noche tan especial, en esta noche mágica…

—Pero, ¿tú eres…?

—Sí, soy yo —dijo el emblemático personaje estallando en una sonora carcajada—. Vamos, ¡arriba! Es hora de empezar a trabajar. ¡Oh oh oh!

Los dos subieron al espléndido carruaje. Con el restallido de un invisible látigo los renos tiraron del trineo y, apenas unos metros después, con un chasquido de los dedos de Santa Claus, comenzaron a elevarse poco a poco.

Cuando Alain quiso darse cuenta de lo que estaba ocurriendo estaban sobrevolando bosques y montañas. Se veían poblaciones cada vez más grandes e iluminadas. Echó la vista hacia atrás y vio como decenas, quizás centenares de trineos se desdoblaban detrás de él tomando diferentes direcciones a los demás, y así mismo, cada uno de ellos seguía desdoblándose exponencialmente, parecían células reproduciéndose una tras otra, una y otra vez. Un espectáculo impresionante…

—¿De qué forma si no iba a llegar a todos los hogares del mundo en una sola noche? —dijo de nuevo aquel extraño personaje entre carcajadas mientras azuzaba grácilmente a los renos.

Continuaron surcando el cielo en aquel extraño carruaje volador dejando atrás el rastro de miles de Papá Noel, parecían estelas de estrellas fugaces. A la mente de Alain venían de vez en cuando imágenes de niños con sus caras llenas de emoción e ilusión, abriendo regalos y riendo, saltando y bailando, todo era alegría en aquellos pequeñines. Alain y Santa Claus se miraban, tras guiñarle un ojo le dijo:

—Es la magia de la Navidad, amigo mío. —Mientras se reía a grandes carcajadas— ¡Oh Oh Oh! Solo por ver la cara de esos angelitos llena de ilusión merece la pena que exista la Navidad, ¿verdad?

—Mientras eres niño la Navidad es fantástica —contestó un cabizbajo Alain que, hasta ese momento, parecía disfrutar del viaje.

—Alain, la Navidad está aquí y aquí —le dijo el viejo barbudo señalando con el dedo índice en el corazón y en la cabeza—, la Navidad es triste para quien no sabe vivirla o disfrutarla, sufre quien no sabe canalizar el dolor de la perdida de la ingenuidad. La Navidad debes sentirla dentro de ti, debes vivirla como es para ti, y veo la falta de ilusión en tu interior, te marchitas poco a poco…

—Son tiempos difíciles para mí —respondió Alain mientras giraba la cabeza y miraba hacia abajo.

—Lo sé querido amigo, y también sé que estás cumpliendo tu promesa como mejor puedes hacerlo. Y yo, te estaré eternamente agradecido, aún hoy, es el día que sigo amando con locura a tu madre…

Alain giró rápidamente su cabeza para mirar a aquel extraño personaje, y por un momento, tras aquellas blancas y enormes barbas, pudo contemplar una sonrisa que se le hacía muy familiar y que hacía muchos años que no veía…

—Y a ti también te querré siempre, hijo mío —le dijo el viejo hombre mientras le pasaba el brazo por encima de su hombro y lo estrechaba contra su cuerpo.

Alain sintió de nuevo frío en las piernas. Abrió los ojos y vio que estaba sentado en el sillón que había sido el rincón de lectura de su padre. No se oía ningún ruido en el piso de abajo. Se había quedado dormido mientras leía a Charles Dickens, aquel libro que tantas veces su padre le había leído durante su infancia. Se incorporó, ¿en dónde estaba el libro? Recordaba haberlo visto a sus pies, pero allí no estaba. De lo que si estaba seguro es que lo había cogido de la estantería, lo había subido y había comenzado a leerlo. Sintió de nuevo el aire gélido y un escalofrío recorrió su cuerpo. Seguía todo en silencio. Debían de haberse acostado todos. Bajó para ver por donde entraba el frío. El primer sitio que miró fue la puerta de la calle, estaba cerrada. Fue al salón en donde habían cenado, estaba todo revuelto después de la sobremesa y no había nadie. Vio que había una ventana abierta aunque sus ojos se clavaron en el árbol de Navidad. Allí, a los pies del árbol con las luces aún encendidas, estaba el viejo libro de su padre, «Cuento de Navidad». Se agachó lentamente a recogerlo sorprendido de que estuviese allí, no se lo explicaba. Al incorporarse del libro cayó una nota, se agachó de nuevo a recogerla y leyó:

«Alain, la magia de la Navidad está en tu interior…»

Fue despacio hacia la ventana con intención de cerrarla, miró al exterior y, a lo lejos en el cielo, vio un pequeño destello que le sonsacó una pequeña sonrisa mientras una lágrima resbalaba por su mejilla…

—Feliz Navidad, papá... yo también te quiero...

@BarriosDeLetras - Felicitación navideña


sábado, 2 de diciembre de 2017

[secarral de otoño]

La tristeza… un sentimiento que ya no tiene cabida en mi interior…

Lágrimas secas en un otoño de emociones…

Manto de ilusiones caducas cubren el suelo junto al árbol de la desilusión… árbol negro de raíces profundas alimentadas por lluvia ácida de la desazón…

Suave brisa remueve el arenoso secarral que son mis ojos… aire de esperanza insuficiente…

La soledad es el precio de la libertad… y me siento solo… solo y libre… flotando sobre un mar de hojas esparcidas por el suelo de un otoño seco… emociones marchitas y ramas desnudas…

Pero como siempre, mañana… con las primeras luces de una nueva primavera… ¡resurgiré de mis cenizas!