Erase una vez un pastorcillo que cuidaba las ovejas de todo el
pueblo. Algunos días era agradable permanecer en las colinas y el tiempo
pasaba muy de prisa. Otros, el muchacho se aburría; no había nada que
hacer salvo mirar cómo pastaban las ovejas de la mañana a la noche.
Un día decidió divertirse y se subió sobre un risco que dominaba el pueblo.
-¡Socorro! -gritó lo más fuerte que pudo- ¡Que viene el lobo!
En cuanto los del pueblo oyeron los gritos del pastorcillo, salieron
de sus casas y subieron corriendo a la colina para ayudarle a ahuyentar
al lobo… y lo encontraron desternillándose de risa por la broma que les
había gastado. Enfadados, regresaron al pueblo y el chico, todavía
riendo, volvió de nuevo a apacentar las ovejas.
Una semana más tarde, el muchacho se aburría de nuevo y subió al risco y gritó:
-¡Socorro! ¡Que viene el lobo!
Otra vez los del pueblo corrieron hasta la colina para ayudarle. De
nuevo lo encontraron riéndose de verles tan colorados y se enfadaron
mucho, pero lo único que podían hacer era soltarle una regañina.
Tres semanas después el muchacho les gastó exactamente la misma
broma, y otra vez un mes después, y de nuevo al cabo de unas pocas
semanas.
-¡Socorro! -gritaba- ¡Que viene el lobo!
Los buenos vecinos siempre se encontraban al pastorcillo riéndose a carcajada limpia por la broma que les había gastado.
Pero… un día de invierno, a la caída de la tarde, mientras el
muchacho reunía las ovejas para regresar con ellas a casa, un lobo de
verdad se acercó acechando al rebaño.
El pastorcillo se quedó aterrado. El lobo parecía enorme a la luz del
crepúsculo y el chico sólo tenía su cayado para defenderse. Corrió
hasta el risco y gritó:
-¡Socorro! ¡Que viene el lobo y devora las ovejas!
Pero nadie en el pueblo salió para ayudar al muchacho, porque nadie cree a un mentiroso, aunque alguna vez diga la verdad.
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